El pasado 5 de agosto llegó un derecho de petición a la oficina de la historiadora Constanza Toquica, directora del Museo Santa Clara (Bogotá), en el que se le exhorta a impedir la realización de la exposición temporal Mujer en custodia, de la artista María Eugenia Trujillo. ¿Cuál es la historia?
Una exposición de la artista antioqueña Débora Arango, realizada en Medellín en 1939, fue boicoteada por las Damas de la Liga de la Decencia. Luego, su exposición en el Teatro Colón (1940) fue cerrada por orden del político conservador Laureano Gómez, a quien le parecían inmorales sus desnudos; y su exposición en el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid (1955) fue clausurada por el gobierno de Francisco Franco. Gracias al autoritarismo falangista, las prostitutas, mendigos y políticos corruptos pintados por Débora Arango, serían invisibilizados durante casi medio siglo. Solo hasta los ochenta, su obra sería recuperada por los museos y por la historia del arte como un testimonio único, radical y femenino de los momentos álgidos de la historia moderna de Colombia.
Tal y como ocurrió con Débora, la historia nos ha enseñado a silenciar a las mujeres revoltosas. Antiguamente bastaba con señalarlas como brujas o hechiceras, y el castigo sería la incineración, el apedreo o el descuartizamiento. En la época moderna, el castigo por disentir ha variado entre la excomunión, el olvido y la censura. Aunque las mujeres talentosas han estado siempre en el foco, la censura ha sido una actividad universal dirigida hacia cualquier artista, cineasta, escritor o científico, de cualquier sexo. Solo basta que en la mente del censor amerite el olvido.
Muchos creían que atrás habían quedado estos tiempos, que el falangismo era cosa del pasado y que la sociedad colombiana había entendido que “el arte, como manifestación de la cultura, nada tiene que ver con la moral”, una afirmación realizada por la misma Débora en 1939. Pero no. El pasado 5 de agosto llegó un derecho de petición a la oficina de la historiadora Constanza Toquica, directora del Museo Santa Clara (Bogotá), en el que se le exhorta a impedir la realización de la exposición temporal Mujer en custodia, de la artista María Eugenia Trujillo. En esta, se presentarían una serie de custodias y relicarios (comprados en mercados de pulgas) intervenidos por la artista, quien puso una vagina tejida en el centro de las custodias, remitiendo a la tradición femenina del bordado conventual; una operación casi imperceptible a primera vista que permite poner en discusión el carácter androcéntrico y patriarcal de la sociedad colombiana. En el derecho de petición, Toquica fue amenazada con procuraduría, multas y cárcel.
La exposición se llevaría a cabo en el Museo Santa Clara del Ministerio de Cultura, una institución pública con carácter laico. Su edificio, una iglesia antiguamente propiedad de las Clarisas, fue adquirido por el Estado colombiano en 1970 y abierto al público en 1983. Actualmente funciona como uno de los dos museos bogotanos especializados en arte del período colonial y, en su carácter de espacio de pensamiento, realiza exposiciones temporales que, a través del arte contemporáneo, ponen en diálogo el mundo colonial con las preocupaciones de nuestro tiempo. Otros escenarios similares son Ex Teresa Arte Actual en Ciudad de México y el antiguo Monasterio de la Cartuja (actual Centro Andaluz de Arte Contemporáneo) en España.
Las custodias de María Eugenia Trujillo, que en la tradición más avezada del arte contemporáneo pasarían desapercibidas, terminaron levantando una polvareda digna de los anales de la Guerra de los Mil Días. El abogado y político conservador Carlos Corsi Otálora redactó el derecho de petición. Él es recordado por su cercanía al procurador Alejandro Ordóñez y porque, en 2001, propuso incluir los diez mandamientos en el Código de Ética del Congreso de la República. El derecho de petición fue reproducido parcialmente por Voto Católico, un blog anónimo (no reconocido como interlocutor por la Iglesia) interesado en defender la moral católica, dedicado a la reproducción de noticias de agencias católicas y autodefinido como una herramienta de control moral al Estado.
Aunque Voto Católico no ofrece información sobre sus responsables, según algunas fuentes el administrador de la página se llama Jesús Herrera, politólogo graduado en 2012 y señalado por algunos como “fundamentalista” (El Tiempo del 30 de diciembre de 2012) gracias a su participación en algunas acciones que, motivadas por su temperamento religioso, pisan los límites de lo legal: en noviembre de 2011, en un debate sobre el matrimonio homosexual en el Senado de la República, publicó en su blog la entrada “Alerta, primer debate del matrimonio gay”, en donde incluyó fotos, teléfonos y correos electrónicos de los integrantes de la Comisión Primera del Senado con el objetivo de generar presión negativa sobre la iniciativa.
Otras iniciativas amplificadas por Voto Católico han sido en contra del presidente Juan Manuel Santos, el matrimonio gay, el aborto, la eutanasia, el uso medicinal de la marihuana, la educación sexual y el Ciclo Rosa de la Universidad Javeriana, un espacio de pensamiento académico sobre temas LGBTI clausurado en agosto de 2013 tras la intervención del presidente de la Conferencia Episcopal, el Arzobispo de Bogotá y el Nuncio Apostólico. Así mismo, Voto Católico ha reproducido textos de autores bastante menores cuyos títulos parecen extraídos del breviario de un cura regeneracionista: “Masonería apoya la reelección de Juan Manuel Santos”, “El pacifismo es cobardía o tibieza, nunca una actitud católica”, “Colombia Diversa adhiere a la campaña de Juan Manuel Santos y critica a Óscar Iván Zuluaga”, “El Aborto y la perspectiva de género son demoníacos” y “Perspectiva de género: sus peligros y alcances”.
Según Corsi Otálora, la exposición de María Eugenia Trujillo pretende “desde unas perspectivas feministas atacar los símbolos religiosos de la eucaristía y la fe cristiana en uno de los lugares de adoración, que es la custodia del Cuerpo de Cristo”. Sin embargo, estas palabras hubieran podido emplearse en otras exposiciones realizadas anteriormente en el mismo museo, como Cuerpo Sagrado (2007), del artista norteamericano Andrés Serrano, famoso por su fotografía Piss Christ (1987), en la que introduce un crucifijo en un frasco de orina. La cruzada tampoco fue en contra de la exposición
Belleza accidental (2013), del artista Carlos Castro, en la que el artista presentó la escultura Hijo de Dios, una osamenta humana bellamente modificada para parecerse a un simio, dispuesta en el altar de la antigua iglesia.
La cruzada es contra una artista mujer, cuya mirada femenina cuestiona la masculinidad hegemónica no solo dentro de la tradición eclesiástica, sino también en la sociedad colombiana. Una artista que ubica una vagina, cuidadosamente bordada, en el lugar de la custodia reservado al hombre, un pequeño círculo llamado “viril”. Trujillo pone en discusión la masculinidad que ha servido como medida de todas las cosas y que ha derivado en vejámenes contra las mujeres: discriminación, inferioridad laboral, maltrato doméstico, ataques con ácido, violaciones sexuales, salarios menores, baja escolaridad y discriminación dentro de la Iglesia. Una forma de masculinidad que se ha proyectado a la historia del arte, que comúnmente señala a las mujeres como productoras de un arte menor, un arte que no merece la posteridad, la exhibición y el recuerdo; un arte de estampitas, dibujitos, bordaditos y ceramiquitas; un arte que merece ser invisibilizado y censurado. El mismo sistema que permite la explotación del cuerpo desnudo de la mujer a través de la industria publicitaria, ya sea en comerciales de quesos o de jabones, es el mismo que impide que una mujer artista ponga una vagina en el lugar de la custodia reservado al hombre.
La obra de Trujillo, protegida por el artículo veinte de la Constitución Política de Colombia, es un cuestionamiento sutil e ingenioso a este orden de cosas, y deja en el aire varias preguntas: ¿Cómo una mujer puede representarse a sí misma dentro de los símbolos de un mundo creado por y para los hombres? ¿Si la iglesia fuera una institución femenina (cosa que hubiera ocurrido si ciertos grupos del cristianismo primitivo hubieran prevalecido), cómo sería la representación de lo femenino en los símbolos de la Iglesia? ¿Desde cuándo el cuerpo femenino se convirtió en algo ofensivo, vergonzoso y abyecto que merece todo el repudio? ¿Qué está verdaderamente en juego en el intento de censura? ¿Es un asunto estrictamente artístico o estrictamente religioso? ¿O es una discusión política que debe ser leída en un marco más amplio? También, cuando los homosexuales se besan en público o cuando un ateo defiende sus posiciones, ¿es una ofensa al sentimiento y a la moral católica? ¿O permitirlo es asunto de libertades civiles?
La iconografía religiosa del barroco es un repertorio macabro de torturas hacia los cuerpos, especialmente el de la mujer. Algunas de estas formas de maltrato y tortura han calado hondo en el imaginario del conflicto armado colombiano. La Ley Antidiscriminación invocada por Corsi Otálora para respaldar la censura contra las custodias de Trujillo, también contempla el hostigamiento por motivos de sexo. Si aplicamos el mismo rasero empleado para censurar las custodias, también habría que censurar, descolgar y guardar una gran parte de las pinturas religiosas de las iglesias y museos del país, en especial, las que promueven el hostigamiento y la tortura hacia mujeres, como las imágenes de Santa Bárbara con su seno atravesado por un machete, un castigo que el paramilitarismo ha vuelto común, seguramente inspirado en las numerosas obras coloniales expuestas en las iglesias ante los ojos desprevenidos de los creyentes.
También tendríamos que desaparecer las imágenes de ánimas quemándose en el fuego, la de Santa Lucía sin ojos luego de ser torturada por hombres, la de Santa Águeda de Catania con sus senos arrancados con tenazas y puestos en una bandeja, y la de Santa Catalina de Alejandría con su cuello cortado y sangrante por la espada de un hombre, representada heroicamente por nuestro pintor colonial Gregorio Vásquez en un óleo guardado por la Catedral Primada de Bogotá. Para completar, tendríamos que esconder todos los cuadros de Santa Apolonia, a quien le arrancaron los dientes a golpes y es representada con unas tenazas, una santa que, en un ejercicio retórico macabro por parte de la Iglesia, ha sido designada como patrona de los odontólogos.
En fin, un repertorio visual de violencia simbólica y literal contra el cuerpo femenino, colgado en las iglesias del país, que bajo una estrecha interpretación jurídica podrían atentar contra la dignidad y honra de las mujeres, desde luego, si hacemos una lectura demasiado literal de la Ley Antidiscriminación. De acuerdo con la interpretación rigurosísima del doctor Corsi, también deberíamos prohibir Hacia el libre desarrollo de nuestra animalidad, un ataque directo al homsexualismo por parte del procurador Alejandro Ordoñez. De hacer carrera estas interpretaciones estrechas y ajustadas de la ley, entraríamos en una nueva guerra de imágenes a la manera de la vieja iconoclasia bizantina, islámica y protestante; una guerra santa que parece anhelar el conservadurismo más reaccionario.
Por otra parte, aunque para algunos resulte incomprensible, las imágenes religiosas no sólo se circunscriben al ámbito de lo religioso. Estas imágenes también son políticas, ideológicas e históricas, y como tal pueden ser intervenidas, cuestionadas y reformuladas. Por ejemplo, en el contexto colombiano, el Sagrado Corazón de Jesús no sólo representa el corazón sangrante de Cristo, una lectura propia del catolicismo, también representa los vínculos entre religión y política pública del período regeneracionista (1886-1903), vínculos que se extendieron por todo el siglo XX. Consagrar el país al Sagrado Corazón, en 1902, fue una estrategia política para silenciar al liberalismo en el marco de la finalización de la Guerra de los Mil Días (1899-1902). Entonces, los
artistas deben ser libres de abordar y reinterpretar las múltiples facetas de las imágenes, en las que la significación religiosa es sólo una capa. Si leemos las imágenes religiosas de forma purista, exentas de cualquier otra interpretación, caeríamos en una literalidad arrogante e ingenua, que en poco tiempo llevaría a una horda de censuras hacia todo tipo de artistas que trabajan con elementos de la tradición judeocristiana. Inmediatamente, habría que clausurar el arte, la literatura y el cine.
Desde otras ópticas políticas pueden leerse algunas imágenes de arraigo religioso como el Divino Niño, la Virgen de Chiquinquirá, el Sudario de Turín o las representaciones cusqueñas de la Virgen- Pachamama. Reformular visualmente estas imágenes a través de la creatividad de los artistas no constituye una afrenta contra la religiosidad, es un gesto que permite, a partir de una historia excluyente, reformular las imágenes para hacer un mundo más incluyente. Pretender literalidad en la lectura de las imágenes religiosas, tal y como plantea Corsi Otálora, es un grave problema interpretativo y formativo. En el arte, la interpretación de las imágenes no es lineal; ni el Estado ni los museos pueden hacerse cargo de las lecturas que pueda generar una obra.
Por último, es preciso diferenciar entre el lenguaje verbal y el artístico, un lenguaje que no es necesariamente matemático, ni sigue lógicas lineales o métodos científicos, ni traspone la gramática, la semántica o la sintaxis del lenguaje hablado. El lenguaje artístico está cargado de historias, teorías, técnicas y significados, puede ser intuitivo, ambiguo o directo, recurre a todo tipo de referencias y estrategias creativas y visuales, al inconsciente, a la memoria y al testimonio. En el arte, un artista pudo querer decir una cosa y el público apropió otra. El arte tiene capas de lectura que pueden activarse con las experiencias personales del espectador. Estos múltiples acercamientos hacen que el arte sea un instrumento de pensamiento crítico que permite vislumbrar nuevos mundos lejos de las ataduras de la representación e interpretación unívoca de las imágenes y las cosas. A diferencia de la religión, que tiene una sola verdad que emana de la autoridad, en las
ciencias humanas y en el arte estas verdades son múltiples y se construyen mediante la discusión y el consenso. Como hemos visto, la obra de María Eugenia Trujillo sirve mejor que ninguna otra para explicar todo lo anterior, una obra que ojalá permita iniciar una verdadera discusión pública sobre la discriminación, los derechos y los nuevos roles sociales de la mujer.
Fuente: Revista Arcadia